La Cuaresma es un tiempo oportuno para ejercitarnos en el
descentramiento, para dejar de ser nosotros el centro de todo y poner a Dios y
al prójimo en el centro de nuestra vida. El episodio de las tentaciones de Jesús
en el desierto nos muestra cómo el Señor se negó a centrarse en su propia
hambre; ni siquiera puso el centro en las necesidades de su misión de Mesías,
para poner toda su atención en el Padre. Jesús prefirió poner a Dios en el
centro de sus preocupaciones.
Nosotros somos tentados con frecuencia de exigir a Dios una
intervención milagrosa a nuestro favor, como si nosotros fuéramos el centro de
todo.
El tiempo cuaresmal, con todos los recursos que nos ofrece, nos ayuda a
recuperar la primacía de Dios. Si Dios ocupa el centro de nuestra vida, todas las
demás cosas estarán en su justo lugar. Cuando Dios deja de ser el centro de
nuestras preocupaciones caemos irremediablemente en brazos de los ídolos de
este mundo: el tener, el poder y el placer.


Ciertamente, no hemos sido creados para sufrir, pero tampoco
para vivir fácilmente, sino para vivir intensamente cada momento, gozoso o
doloroso. La Cuaresma es un tiempo de combate gozoso, que ‒si salimos
victoriosos‒ nos permitirá despojarnos de todo lo que nos impide ser plenamente
libres, y compartir lo que somos y tenemos con los demás para posibilitar así
el nacimiento de un mundo más justo y en paz.
(Fray Manuel Ángel)
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