domingo, 13 de mayo de 2018

UNA COMIDA ... DE ALTURA


DOMINGO SOLEMNE DE LA ASCENSIÓN



Este domingo celebramos la Ascensión. El domingo que manifiesta el relevo que Jesús dio a sus discípulos y nos hace a nosotros, para seguir anunciando la verdad del Reino. Hoy anunciar la verdad no es fácil, nos recuerda el Papa cómo las falsas noticias, resultan muy eficaces en los medios de comunicación. Verdades a medias, falsas verdades... Jesús nos invita a ser comunicadores, a través de todos los medios posibles, de la verdad más bella: su mensaje.

La Ascensión no es una fuga de Jesús, no es su escapada. Como si se tratara de una trampolín, imaginamos la Ascensión del Señor, cogiendo impulso desde un monte. Pero el mensaje de la Palabra más bien nos invita a situar este acontecimiento en el contexto de una comida de despedida. Es el cuarto gran acontecimiento acaecido en una comida comunitaria. Pone fin a la presencia física de Jesús en la Tierra. Y, como pasa en la Última Cena, no sólo busca el bien de los que comparten el banquete con Él, sino el de todos nosotros. Recordemos esto que dice Jesús a sus discípulos en la Última Cena: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito» (Jn 16,7). En efecto, sube al Cielo para enviarnos su Espíritu, el cual vive ahora en nuestro corazón.

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Pues bien, aquel sabroso vino que Jesús regaló a los comensales de las bodas de Caná (cf. Jn 2,10), fue el preludio de algo mucho más maravilloso: el Espíritu Santo que nos envía desde el Cielo a todos los que compartimos su camino (Hch 2,1-4). En definitiva, en la Ascensión celebramos que todo aquello que Jesús hizo por el bien común en su vida terrena lo continúa haciendo desde el Cielo, gracias a su Espíritu.

La Ascensión es el nexo necesario entre la realidad física y la realidad espiritual. Los discípulos se relacionaron con su Maestro físicamente. Pero Jesús, gracias a la Ascensión, nos proporcionó a todos un medio mucho más íntimo e intenso de relacionarnos con Él: el espiritual. Ahora Jesús no está al lado de nosotros ‒como lo estaba con sus discípulos‒, sino que está dentro de nosotros, en lo más verdadero, bello y bueno que hay en nuestra persona. Y ello nos hace templo de Dios (cf. 1Cor 3,16; 6,19).

No es una mera experiencia individual y subjetiva, sino algo que, como un banquete, la compartimos con otras muchas personas. Y aquí vienen muy bien las palabras de san Pablo a los Efesios que hemos escuchado: ¿Queremos compartir realmente la experiencia de Jesús? Seamos entonces «humildes, amables y comprensivos» (Ef 4,2). Soportémonos «unos a otros con amor» (Ef 4,2). No ahorremos esfuerzos «para consolidar, con ataduras de paz, la unidad, que es fruto del Espíritu» (Ef 4,3). Porque Dios, que es Padre de todos, «actúa por medio de todos y en todos vive» (Ef 4,6).

Ciertamente, la experiencia de la Ascensión del Señor requiere «altura espiritual», como bien simboliza el monte donde sucedió este acontecimiento. Pero para alcanzar tal «altura» es necesario compartir con los demás no sólo un banquete, sino toda nuestra vida. Sólo siendo humildes, generosos y cariñosos con otras personas, experimentaremos cómo nuestro corazón asciende al Cielo para unirse a Jesús.

En conclusión: vivamos esta fiesta en clave comunitaria, como algo que todos debemos compartir, y entonces la Ascensión de Señor será para nosotros un ejercicio espiritual que nos unirá a nuestros hermanos y nos elevará hacia Dios. Y así podremos cumplir fielmente el mandato de Jesús resucitado: «Id a todo el mundo y proclamad el Evangelio» (Mc 16,15).

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