DOMINGO SOLEMNE DE LA ASCENSIÓN
La Ascensión no es una fuga de Jesús, no es su escapada. Como si se tratara de una trampolín, imaginamos la Ascensión del Señor, cogiendo impulso desde un monte. Pero el mensaje de la Palabra más bien nos invita a situar este acontecimiento en el contexto de una comida de despedida. Es el cuarto gran acontecimiento acaecido en una comida comunitaria. Pone fin a la presencia física de Jesús en la Tierra. Y, como pasa en la Última Cena, no sólo busca el bien de los que comparten el banquete con Él, sino el de todos nosotros. Recordemos esto que dice Jesús a sus discípulos en la Última Cena: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito» (Jn 16,7). En efecto, sube al Cielo para enviarnos su Espíritu, el cual vive ahora en nuestro corazón.
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Pues bien, aquel sabroso vino que Jesús regaló a los
comensales de las bodas de Caná (cf. Jn 2,10), fue el preludio de algo mucho
más maravilloso: el Espíritu Santo que nos envía desde el Cielo a todos los que
compartimos su camino (Hch 2,1-4). En definitiva, en la Ascensión celebramos
que todo aquello que Jesús hizo por el bien común en su vida terrena lo
continúa haciendo desde el Cielo, gracias a su Espíritu.
La Ascensión es el nexo necesario entre la realidad física y
la realidad espiritual. Los discípulos se relacionaron con su Maestro
físicamente. Pero Jesús, gracias a la Ascensión, nos proporcionó a todos un
medio mucho más íntimo e intenso de relacionarnos con Él: el espiritual. Ahora
Jesús no está al lado de nosotros ‒como lo estaba con sus discípulos‒, sino que
está dentro de nosotros, en lo más verdadero, bello y bueno que hay en nuestra
persona. Y ello nos hace templo de Dios (cf. 1Cor 3,16; 6,19).
No es una mera experiencia individual y subjetiva, sino algo
que, como un banquete, la compartimos con otras muchas personas. Y aquí vienen
muy bien las palabras de san Pablo a los Efesios que hemos escuchado: ¿Queremos
compartir realmente la experiencia de Jesús? Seamos entonces «humildes,
amables y comprensivos» (Ef 4,2). Soportémonos «unos a otros con
amor» (Ef 4,2). No ahorremos esfuerzos «para consolidar, con ataduras
de paz, la unidad, que es fruto del Espíritu» (Ef 4,3). Porque Dios, que
es Padre de todos, «actúa por medio de todos y en todos vive» (Ef
4,6).
Ciertamente, la experiencia de la Ascensión del Señor
requiere «altura espiritual», como bien simboliza el monte donde sucedió este
acontecimiento. Pero para alcanzar tal «altura» es necesario compartir con los
demás no sólo un banquete, sino toda nuestra vida. Sólo siendo humildes,
generosos y cariñosos con otras personas, experimentaremos cómo nuestro corazón
asciende al Cielo para unirse a Jesús.
En conclusión: vivamos esta fiesta en clave comunitaria,
como algo que todos debemos compartir, y entonces la Ascensión de Señor será
para nosotros un ejercicio espiritual que nos unirá a nuestros hermanos y nos
elevará hacia Dios. Y así podremos cumplir fielmente el mandato de Jesús
resucitado: «Id a todo el mundo y proclamad el Evangelio» (Mc 16,15).
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