Este segundo domingo de Pascua, o también llamado Domingo de
la Divina Misericordia, nos muestra el amor de Dios en la misma incredulidad de
Tomás. Su falta de fe, genera el encuentro personal con Jesús resucitado, a
quien reconoce por la señal de los clavos en las manos y el costado atravesado
por la lanza al ser crucificado y termina proclamándolo como: ¡Señor mío y Dios
mío!
La incredulidad de Tomás nos hace tomar conciencia de que, sin un
encuentro personal con Jesús resucitado, nuestra fe no se sostiene. Que el
creyente se constituye como tal, a partir de la vivencia interior de
experimentarlo vivo en uno mismo. Jesús sigue “resucitando”, haciéndose
presente, más allá de permanecer cerradas las puertas de muchos hombres y
mujeres a la fe. No hay muro que no pueda atravesar la misericordia de Dios en
su empeño porque la humanidad entera experimente ya en este mundo la presencia
de Jesús resucitado en sus vidas.
Las dudas de Tomás son las dudas de todos. La razón no lo
alcanza a entender el misterio que supone el hecho en sí de la resurrección de
Jesús. Se siente desbordada. Impotente. La fe no se impone por la fuerza. Menos
aún, requiere de una cruzada contra el mundo para que sea aceptado el mensaje
de que Jesús venció la muerte. La fe surge como don del Señor resucitado, fruto
del encuentro personal con Él. Donde Dios toma la iniciativa y el hombre
responde libremente. Sin esta experiencia de encuentro personal con el Jesús
resucitado la fe no nace. Antes que un conjunto de verdades, es una experiencia
interior, un encuentro vivo, un don que se acoge libremente y transforma la
existencia. Es un don pascual del Espíritu que ha sido derramado en nuestros
corazones. El punto de arranque de la vida cristiana. Al que debemos volver
permanentemente para renovar nuestras vidas como creyentes.
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