Este domingo nos acerca un mensaje muy cercano para nuestra vida y la intención desde donde hacemos las cosas: Dios bendice a quien se entrega sin medida. Esa bendición se llama providencia: Dios no abandona a quien pone en él su confianza por encima de la lógica humana de los límites a la entrega.
Coincide este domingo con la fiesta de San Martín, el soldado romano que partió su capa con el pobre, aquel que fue bendecido por su generosidad viendo a Cristo vestido con la mitad de la capa que había entregado. Cuando compartimos y ofrecemos lo que somos y tenemos, no sólo lo recibe alguien con un DNI, alguien concreto, algo de que por si ya es hermoso, es Cristo quien lo recibe: A mí me lo hicisteis...
En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo,
trigésimo segundo del tiempo ordinario, encontramos, efectivamente, a la viuda
pobre, o más bien, nos encontramos ante el gesto que esa anciana mujer realiza
al echar en el tesoro del templo las últimas monedas que le quedan. Un gesto
que, gracias a la mirada atenta de Jesús, se ha convertido en proverbial: «el
óbolo de la viuda» es sinónimo de la generosidad de quien da sin reservas lo
poco que posee.
También a nosotros Jesús nos dice: Mirad bien lo que hace
esa viuda, pues su gesto contiene una gran enseñanza; expresa la característica
fundamental de quienes son las «piedras vivas» de este nuevo Templo, es decir,
la entrega completa de sí al Señor y al prójimo; la viuda del Evangelio, al
igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en
las divinas manos por el bien de los demás. Este es el significado perenne de
la oferta de la viuda pobre, que Jesús exalta porque da más que los ricos,
quienes ofrecen parte de lo que les sobra, mientras que ella da todo lo que
tenía para vivir, y así se da a sí misma.
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Es de notar que la liturgia coloca como segunda lectura la
carta a los Hebreos, cuyo autor abrió un camino nuevo para entender el Antiguo
Testamento como libro que habla de Cristo (Heb 9,24-28): lo hace mediante una
cita del salmo 110,4 que hasta ese momento había pasado inadvertida: «Tú eres
sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec». Esto significa que Jesús no
sólo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del
mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote, cuya
generosidad llega hasta darse a sí mismo por todos los hombres. La viuda del
óbolo es, por eso mismo, reflejo del propio Cristo.
Al dar todo lo que tenía la viuda arriesga: elige al Señor,
con un corazón grande, sin intereses personales, sin mezquindad ni medianías.
También en la historia de la Iglesia se encuentran hombres, mujeres, ancianos,
jóvenes, que hacen esta elección. Cuando nosotros escuchamos la vida de los
mártires, cuando leemos en los periódicos las persecuciones contra los cristianos
de hoy, pensamos en estos hermanos y hermanas que en situación límite hacen
esta elección.
La Palabra hoy nos invita a hacer de nuestra vida un don,
una entrega total, entender la alegría de dar, compartir, pero sobre todo, del
darnos a nosotros mismos. Hacer de nuestra vida una ofrenda agradable a Dios.
La Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrece, pues, en definitiva, dos
viudas como modelos de fe. La de Sarepta (1Re 17,10-16) y la del óbolo en el
Templo (Mc 12,41-44).
Muy pobres una y otra, es cierto; pero también ambas con
gran fe en Dios. La primera aparece en el ciclo de los relatos sobre el profeta
Elías, quien, durante un tiempo de carestía, promete que, si le escucha, no
faltarán harina y aceite, accede y se ve recompensada. A la del óbolo, Jesús la
distingue en el templo de Jerusalén, precisamente junto al tesoro, donde la
gente depositaba las ofrendas. Jesús ve que esta mujer pone dos moneditas en el
tesoro; entonces llama a los discípulos y explica que su óbolo es más grande
que el de los ricos, porque, mientras estos dan de lo que les sobra, la viuda
ha dado «todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44).
De ambos episodios bíblicos se puede sacar una preciosa
enseñanza sobre la fe, que se presenta como la actitud interior de quien
construye la propia vida en Dios, sobre su Palabra, y confía totalmente en Él.
Nadie es tan pobre que no pueda dar algo. Y, en efecto, nuestras viudas de hoy
demuestran su fe realizando un gesto de caridad: la una, hacia el profeta; y la
otra, dando una limosna. De este modo demuestran la unidad inseparable entre fe
y caridad, así como entre el amor a Dios y el amor al prójimo.
Quien presume de buenas obras es un necio que no sabe que
nada bueno se puede realizar si Dios no lo concede. Y es Dios, no el hombre,
quien determina lo que es una buena obra o un ejercicio de exhibicionismo
pseudo-caritativo. Aquel que fue capaz de multiplicar los panes y los peces
puede hacer lo mismo con las dos monedillas de una pobre viuda. La economía de
Dios tiene en cuenta los latidos del corazón que ama, no el sonido del oro y de
la plata que relucen. El Señor, que ha dado todo por nuestra salvación, limpie
nuestro corazón para que le entreguemos todo, no solo lo que nos sobra.
Los centimillos de la pobre viuda se convierten así en elocuente
símbolo de muchas cosas: esta viuda no da a Dios lo que le sobra, no da lo que
posee, sino lo que es: su persona toda. Conmovedor episodio, sin duda, se
encuentra dentro de la descripción de los días inmediatamente anteriores a la
pasión y muerte de Jesús, el cual, como señala san Pablo, se hizo pobre a fin
de enriquecernos con su pobreza; se ha entregado a sí mismo por nosotros todos,
según Hebreos.
El Evangelio nos presenta hoy a Cristo como Maestro, y nos
recuerda el desprendimiento a vivir. Desprendimiento, precisando, de las cosas
materiales. Jesucristo alaba a la viuda pobre, a la vez que lamenta la falsedad
de otros: «Todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio [la viuda],
ha echado de lo que necesitaba» (Mc 12,44).
SOMOS UNA IGLESIA CONTIGO
Este es el lema de la Jornada de la Iglesia Diocesana, y eso nos hace agradecer la ayuda que toda la Iglesia de Valladolid nos ha dado para poder construir nuestra Parroquia, su ayuda de 350.000 € ha hecho posible la edificación de nuestro Centro Pastoral Francisco. Es un signo de solidaridad real que agradecemos y del que somos responsables de poder devolver a la Administración diocesana del pago que se ha adelantado correspondiente al tramo del total que nosotros debemos aportar.
Con la ayuda de todos hemos sacado adelante muchos proyectos en estos años, Ahora nos depara un tramo largo para devolver 120.000 €. Lo hacemos posible con el trabajo pastoral dentro fuera de la Comunidad, con las aportaciones de los fieles en el IRPF, con las donaciones individuales y los servicios que prestamos. Con conciencia de familia, entendemos qué importante es cada grano de arena. Animemos a nuestros amigos , sintamos la llamada a ser una familia que sostiene a todos sus miembros.
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