En este proceso de
revisión de la propia vida y de todo lo que alrededor de ella se mueve, este
tercer domingo de Cuaresma somos invitados a analizar nuestra experiencia
religiosa. Con frecuencia nos preguntamos sobre nosotros mismos y el mundo
interior que nos habita. Se nos cuestiona también acerca de nuestras relaciones
y pertenencias, de aquellos con quienes caminamos y que también nos definen.
Muchas veces nuestras preocupaciones giran alrededor de estos espacios, a veces
casi exclusivamente. La experiencia de apertura a Dios, a la trascendencia, nos
permite mirar más lejos, nos impulsa a crecer en una dimensión aún mayor,
complementa y da horizonte y sentido a lo más pequeño y rutinario de la propia
vida.
(pincha en el título de la entrada para seguir leyendo)
“Yo
soy el Señor”,escuchamos. La mirada a la trascendencia,
lejos de ser un intento de evasión inmaduro de la realidad que nos envuelve, se
transforma en punta de lanza, en acicate para crecer desde lo más hondo,
profundo y verdadero de la condición humana. La persona no limita su existencia
a lo meramente material, mundano o racional. No se queda en los bordes más
frágiles de esta tierra que la condicionan y rodean. Esa voz interior, afinada
en la tradición religiosa que hemos recibido a través de una educación y
en un contexto histórico y cultural determinados, se convierte en motor que nos
orienta desde dentro y nos marca en lo profundo.
“Yo
soy el Señor”,se nos dice. Más que una creación cultural
de otro tiempo, la voz de Dios se nos impone desde dentro. Quizás en un sustrato
fundamental que a veces no estamos en condiciones de definir del todo, o tal
vez en una serie de costumbres, normas morales o ritos que tenemos
perfectamente asumidos. Dios, ante todo, es más hondo, más profundo, más vital.
Perfectamente consustancial con todo lo humano.
Y esa experiencia
religiosa se mueve entre dos desafíos: el de darle cuerpo y mantenerla viva,
alentarla para que empape lo más cotidiano, lejos del miedo o la timidez, la
racionalidad o la ideología. Y el otro, el del dogmatismo suicida que se salta
la experiencia y la sustituye por la norma, el código o el falso cumplimiento.
Ciertamente, todo lo de Dios se nos da por medio de lo humano, y viene envuelto
en sus limitaciones, que, en lugar de empobrecerlo, se convierten en desafío para
avivar la búsqueda.
Por eso, porque la
relación con Dios es experiencia, experiencia vital, profunda, exige del
creyente una continua revisión, una purificación. El encuentro con Dios toca la
vida y se vive en el amor. Se convierte en relación, gestionada en los espacios
de la fe, la confianza, la fidelidad. La Cuaresma nos invita a ahondar, a tomar
como relativas las mediaciones y a reforzar lo absoluto, que es el trato con el
Dios que nos habita.
Jesús, expulsando del
lugar donde Dios habita –según la tradición judía-, los animales que han
sustituido el culto auténtico y verdadero, nos empuja a nosotros, cristianos
del siglo XXI, a cuestionar nuestra vivencia religiosa. A dejar la
superficialidad o la rutina con la que tantas veces lidiamos, o el dogmatismo
que achica la mirada sobre la realidad. Como el artista de la guitarra afina
cada cuerda para que dé su mejor sonido, así somos urgidos a dejar que la vida
de Dios vibre en nosotros, para que nuestra entera existencia embellezca este
mundo desde lo mejor que nos habita, en la seguridad de que somos todo un Dios
ha puesto su morada en ese hueco, en el espacio de silencio y soledad con el
que a diario convivimos.
Para la reflexión personal
La Cuaresma nos empuja a
revisar nuestra relación con Dios… ¿Qué significa Él en mi vida, en este
momento concreto? ¿Qué papel le doy en todo lo que vivo? Puedo agradecerle sin
temor el hecho, tan humano, de que Él habite en mí…
¿No necesitará mi
experiencia religiosa, mi relación con Dios, algún empuje? ¿Qué me frena? El
miedo a vivir la fe y expresarla en contextos adversos, mi propia falta de
conciencia ante Él, alguna herida personal, la dificultad para profundizar…
O puede ser que me haga
consciente de que mi relación con Dios tiene mucho de estructura, pero poco de
experiencia. Si es así, ¿por qué lo he sustituido? Tal vez por normas morales
excesivamente interiorizadas (y a veces culpabilizadoras), por preceptos
venidos de una educación rígida, por alguna ideología más o menos escondida…
Jesús nos invita, a veces,
a “destruir” aquello que dificulta el encuentro personal. La experiencia
religiosa es un proceso de continua construcción, que nos obliga a
cuestionarnos, a destruir para dejar que Él construya… Dialoga con Jesús y
pídele que te dé luz para reorientar y definir mejor en este tiempo tu relación
con Él.
Oración
“Él
sabía lo que hay dentro de cada hombre…” (Jn 2, 25)
Quizás sea por eso que
me quieres tanto.
Tú me miras de manera
diferente.
Yo sólo alcanzo a
observar mis grietas y fracturas,
las heridas y moratones
que encierra mi alma y toda su experiencia.
Y me parece que después
de eso ya no hay más,
que sólo soy el dolor
que voy acumulando,
los tropiezos que me
resisto a mandar a la basura,
y que alcanzo a
esconder, a veces de mí mismo.
Más hondo, más profundo,
en ese recodo de mi ser
que aún no puedo descubrir,
en lo secreto tú me
habitas.
Allí vives, en toda tu
gloria y tu belleza.
Y me dices, aunque me
cueste creerlo,
que yo soy una parte de
ti, que sólo me realizo en ti,
que en ti todo lo puedo.
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